Llena de sueños, empujó a Julio en los años 60 a que compraran un terrenito en Sarmiento al 900, obviamente en Tafí Viejo. Lo hicieron, a fuerza de ahorros. Luego, empujó otra vez para construir la casa. Otra vez lo logró. En el medio, tendría a sus tres hijos: Valeria, Mariana y David, de menor a mayor. Cuando podía escribía, como este verso de una poesía, cuando cumplí un año: “… Capullito mío de rosa y jazmín / que aún no sabes lo que es el amor / pero que mamita con mucha dulzura / enseñarte puede con su corazón …” (1969)
También en el medio a Julio se le dio por los tragos, muchos tragos y obviamente, hubo problemas. A ponerle el pecho a las balas. Y pese a todas las recomendaciones de la moral y las buenas costumbres, ella la peleó de nuevo junto a él. Idas y vueltas, muchas, demasiadas. Ella se cansó, se fue con sus crios a cuestas. Él, perdió el laburo. Se asustó cuando ella lo alejó de sus hijos. Reflexionó, se cayó, se golpeó, lloró y lloró. Mucho. Finalmente se recuperó y ella volvió. Volvieron.
Sus hijos crecieron. Ella trabajaba y soñaba. De su oficina pasaba a la cocina y a los quehaceres de la casa sin problemas. Claro, las empanadas le salían un poco secas. Los guisos tenían poca onda, pero estaban buenos igual. Su especialidad, las bombitas de papa.
Soñaba con sus hijos profesionales y felices. Pero ella se enfermó y un día despertó sin conocer a quienes la rodeaban. De a poco se fue alejando. Una de esas enfermedades en las que las personas se olvidan de todo, la había tomado. Pero ella no se olvidó de todo. Su afecto siempre estuvo allí, firme. Por eso, cambió las palabras por caricias, por tiernos abrazos. Otra vez ella, peleando, esta vez, al Alzheimer.
En el medio, Julio se fue. Su joven corazón de 53 años se plantó una soleada mañana de setiembre. Ella no lo soportó y comenzó a cansarce, a despedirse. Poco después ella se fue detrás de él, con 56 añitos a cuestas. Así era Yolanda, mi vieja. Puro amor.
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