Abro un cajón de mi mesa de luz y encuentro el reloj de mi viejo, Julio, el que llevaba el día que un infarto lo sorprendió en la calle y se desvaneció, tenía 56 años. Una ambulancia lo recogió y lo llevó a un hospital. Me contaron que entró sentado en la camilla, desesperado, acusaba un dolor inmenso
en el pecho y no podía respirar.
Su corazón dejó de latir en la sala de emergencias unos minutos más tarde. Cuando llegué, estaba sobre una cama con sus brazos abiertos, la camisa desprendida y los ojos aún entreabiertos, se los cerré para que no nos viera llorar, le prendí la camisa y ajusté su pantalón.
Ese reloj me hizo pensar en el tiempo y cuánto depende de cada uno la percepción que de él tengamos. A veces nos parece que corre a 250 kilómetros por hora, que no nos alcanza el día, que quisieramos tener dos o tres clones para hacer también dos o tres cosas a la vez porque el tiempo se va como arena entre las manos.
Otras, las menos, pareciera que todo transcurre en cámara lenta. Entristece y bajonea cuando se trata de dolores, del cuerpo o del espíritu. Más feliz es ese mismo tiempo cuando estamos de vacaciones, con los pies en el agua, disfrutando de una playa o de un arroyo en una montaña.
Para un desocupado o un changarín ese mismo tiempo seguro tampoco será el mismo. La incertidumbre sobre el futuro propio y de los hijos deben ser las situaciones más horribles para cualquier persona. Mucho más extremo si ese tiempo corre en cuenta regresiva para la hora del almuerzo o la cena, que no están garantizados.
Hace unos días recordé una definición sobre el tiempo desde la mirada de "Pepe" Mujica, el ex presidente de Uruguay, el paisito: "Inventamos una montaña de consumo superfluo, y hay que tirar y vivir comprando y tirando. Y lo que estamos gastando es tiempo de vida, porque cuando yo compro algo, o tú, no lo compras con plata, lo compras con el tiempo de vida que tuviste que gastar para tener esa plata. Pero con esta diferencia: la única cosa que no se puede comprar es la vida. La vida se gasta. Y es miserable gastar la vida para perder libertad".
Ese mismo tiempo pareciera tener líneas que se cruzan, que van y vienen y que son capaces de traernos con frescura algunos recuerdos. Por ejemplo, en septiembre de 1993, recorrí cuatro cuadras en un vehículo negro desde una sala velatoria hasta la sede del Partido Justicialista de Tafí Viejo. Delante mío iba ese típico auto largo que lleva los cajones de los fallecidos. Adentro, iba mi viejo.
Nos detuvimos, sacamos el féretro, lo alzamos y entre muchos amigos, familiares y desconocidos ingresamos a la sede cantando la marcha peronista. Alguien, que no recuerdo, dijo unas palabras, pero sí vienen a mi memoria con mucha claridad las miradas de ternura y los abrazos de emoción de quienes se acercaron a despedir a Julio. Antes de partir al cementerio levanté mi mano izquierda, giré la muñeca y vi la hora, en el mismo reloj que un día antes llevaba papá.
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