08 agosto 2013

Hacia el Cerro Pabellón, el reino del cóndor andino


Partimos a las 6.30 de San Miguel de Tucumán, es domingo 4 de agosto de 2013. La madrugada es puro cielo de estrellas y presagia una día soleado. Los 110 kilómetros de sinuoso camino pavimentado hacia Tafí del Valle son una invitación a ganar un buen rato de sueño. Los diálogos se apagan, como las luces internas de la trafic, y a dormir. Despierto cuando estamos cerca de la villa turística. Ya hay sol y comienza a pintar de infinitos tonos de marrones a las montañas.

Nos detenemos en una curva. Es la hora de bajar, de acomodar las mochilas, de abrigarnos y de elegir de nuevo. La comodidad de contemplar el paisaje mientras el resto camina o ser protagonista. Elijo la senda. Di el primer paso y mi corazón comenzó a trotar a galope tendido. Pisada tras pisada, bajo los primeros rayos del sol y aún con frío, comenzó la larga trepada al cerro cuyo pico nos esperaba a 3.700 metros sobre el nivel del mar; en donde reina el cóndor andino. La travesía estaba en marcha, eran las 9.30, en punto.

Los 13 miembros del grupo nos pusimos en movimiento. La huella marcaba una sola dirección, hacia arriba; el único modo posible de llegar al pico más alto del cerro Pabellón, uno de los colosos del Valle de Tafí, en las cumbres de Tucumán. Para hacer más difícil la trepada y como si tratara de
ponernos a prueba, al peso de las mochilas se le sumó el viento, eterno, constante, frío.Una hora mas tarde nos detuvimos. El sol nos abrigó y tuvimos que dejar las camperas para evitar la incomoda transpiración. A esa altura nos encontramos con ellas, las gigantescas torres a través de las que se transporta energía eléctrica hacia una empresa minera. Su presencia interrumpe, molesta y es casi un afrenta al regalo de la naturaleza sobre el que caminamos. Y como si con esto no bastara, nos topamos con la inconfundible señal de que esa tierra tiene dueño: un alambrado.

Disimulo el malestar caminando a paso seguro, mirando el paisaje que me rodea y en el que procuro confundirme. Por un rato, camino solo. El sol, el viento, la huella y yo. Solos. A esa altura ya dejamos atrás a los alisos, los únicos árboles que desafían a la montaña, aunque únicamente hasta poco más de los 3.000 metros. Siento mi respiración, tranquila, y pienso que es maravilloso que mis piernas puedan llevarme a estos rincones de mi tierra. Vuelvo a mirar las caprichosas formas de las montañas lejanas y no me canso. Imagino que algún baqueano anda por ahí pero me voy más atrás aún. Pienso en los hombres y mujeres de los pueblos originarios que alguna vez habitaron ese lugar y de quienes sólo nos quedan vestigios.

Camino y disfruto, camino y sonrío para mí mismo; camino y bebo agua de a pequeños sorbos; camino y camino, subo. En un abrir y cerrar de ojos llegamos al mediodía, tras superar sinuosas laderas. Son las 12.30 y nos detenemos en una formación de rocas que nos sirven de refugio del viento y nos dan algo de sombra. Es la hora del almuerzo. Cuánto hambre. El entusiasmo pudo más y recién en ese momento advertí que debía alimentarme.

Los 13 compartimos las raciones y dos compañeros nos anuncian que para ellos la trepada terminó. Los restantes, nos preparamos para continuar. Estamos a 3.300 metros y tenemos por delante dos horas de caminata. Cargamos las mochilas en nuestras espaldas y seguimos. A esa altura observo a los lejos bloques de hielo. Pregunto y efectivamente se trata de eso. El viento helado cristalizó las vertientes que se encuentran a más de 3.200 metros. El sol les da brillo y brotan majestuosas entre los pajonales. Pajonales que nos acompañan desde que pusimos el primer pie en la huella. Cuando no son estos, arbustos con espinas nos obligan a elegir con cuidado dónde poner cada pisada. Seguimos subiendo.

El viento y el sol me dan de lleno en la cara, no me cubro, haciendo caso omiso al consejo de Martín Merino, nuestro guía. Quiero y deseo sentirlos. Sé que más tarde los padeceré pero qué importa. Ese viento y ese sol no son los mismos que los de la ciudad, los de la urbe. Miro hacia arriba y ahí esta él, el azul diáfono del cielo, límpido, inasible, eterno. Subo. Me dicen que ya debería sentir los típicos síntomas del apunamiento, esa invisible valla de la naturaleza que pone a prueba a los montañistas.

No hay mareo, no hay dolor de cabeza. No siento la transición entre el llano y las alturas. Me gusta, lo disfruto. La ausencia de los malestares me permiten beber a bocanadas el paisaje, los detalles. La mochila va pegada a mi cuerpo y es casi una extensión de mis piernas, de mis brazos. Puedo moverme con tranquilidad. La montaña me deja que la goce, que la trepe y me acoge.

Miro hacia ambos lados por donde camino y encuentro manchas de intensos verdes. Me acerco y las acaricio. Rugosa y con fragancia a bosques de pino, pero creciendo como una alfombra, la yareta es la leña de los hombres de la montaña. Es un combustible de excelente calidad para hacer fuego y mantenerlo vivo durante horas. Su resina le otorga propiedades valiosas y es un salvavidas para los duros inviernos. A la imposibilidad de que haya árboles, la naturaleza encontró un modo para extender su mano generosa.

Camino junto a Martín, supongo que falta poco hasta que me señala una saliente de rocas. "Esa es la meta", me dice. No lo dudo, le digo que quiero ir solo, mientras él se queda para esperar a los compañeros que vienen más tranquilos, cuidando el paso. Mi corazón late cada vez más fuerte, cinco, diez, quince minutos. Llego a la cumbre, no disimulo mi alegría y abro los brazos. Cierro los ojos y pienso que la Pachamama me dejó llegar hasta donde reina el cóndor. Brota desde mis entrañas una sola palabra, gracias. Imagino que es para ella, nuestra madre tierra, por este inolvidable regalo. Estoy sobre las nubes y sonrío. Volveré.
  

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