13 abril 2018

Destino Tuzgle, el volcán dormido



Cuando el garrotillo comenzó a caer sobre nosotros y nos rodearon las nubes, temí que fracasara el intento de llegar a la cumbre del volcán. Como si con eso no bastara, los truenos parecían reventar a
metros de nosotros. Claro, estábamos a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar. Pero continuamos.

Me preguntan por qué me gusta caminar hacia las cumbres de los cerros y de las montañas y casi siempre ensayo alguna respuesta que no es el reflejo de todo lo que siento. Tampoco sé con certeza qué me atrae de las montañas, qué parte disfruto de caminar con menos oxígeno que el habitual, cargar una mochila, siempre de subida, y de estar a merced del sol, del viento y del frío. Porque se pueden hacer muchos planes pero la última palabra es la de la tierra misma, la de la Pachamama, es quien decide si podremos llegar o no al objetivo añorado.

Sí recuerdo a menudo lo que dice un proverbio tibetano que una vez leí por ahí: “Quien ha escuchado alguna vez la voz de las montañas, nunca la podrá olvidar”. Yo le agregaría: "Y vuelve".

Junto a mis amigos del grupo de montaña Quenqueando viajamos desde Tucumán hasta el pueblo de San Antonio de los Cobres el 28 de marzo. Ubicado en Salta, a 3.700 metros sobre el nivel del mar, nos recibió con la primera gran helada de la temporada.

Al día siguiente, Marcelo Pierovón y su hijo Mauricio, de 22 años, Edgardo Serra, Edgardo Romero y yo, partimos temprano hacia el Cerro Negro, de 5.000 metros sobre el nivel del mar, como preludio del verdadero desafío que tendríamos al día siguiente.

Llegamos en vehículo hasta la base, a 3.600 msnm, y a las 9.30 comenzó la caminata. Puro entusiasmo. Cada vez que mirábamos hacia atrás nos sorprendía la belleza del valle y a lo lejos, orondo, completamente nevado, podíamos ver la hidalguía del Nevado del Chañi, el vigía de las Salinas Grandes.

Alrededor de las 13 aparecieron las nubes y en un abrir y cerrar de ojos, pequeños trocitos de hielo del tamaño de un grano de quinoa, comenzaron a caer sobre nosotros. El garrotillo. Se fue el sol y lejos de mejorar, aparecieron los primeros copos de nieve. Dudamos en seguir pero ya estábamos a 300 metros de la cumbre. Junto a Edgardo (Serra) apuramos el paso y a las 15 hicimos cumbre. Un regalo para el espíritu, pese a que una intensa nevada estaba sobre nosotros y apenas podíamos ver a una distancia de diez metros.

Sin perder tiempo el grupo se unió rapidamente para descender. Bajamos apurando el paso y a las 19 llegamos a la camioneta. Un bálsamo para una jornada larga, en la que hubo que cuidar el cuerpo pensando en el desafío de unas horas más tarde: llegar a la cumbre del Volcán Tuzgle.



El volcán

El Tuzgle, en territorio jujeño, es el volcán activo más oriental de Argentina y en sus laderas se pueden observar importantes flujos de lava, siendo las más jóvenes las derramadas sobre sus lados sureste y suroeste.

Uno de sus misterios es el origen de su nombre. Se desconoce el significado exacto de la palabra Tuzgle, aunque sí se sabe que se trata de un vocablo kunza (lengua hablada por los antiguos atacameños) de tiempos prehispánicos. Hay una referencia en los documentos de la expedición sueca dirigida por Erland Nordenskiöld en 1901 a la zona de la Puna, de la que también formaron parte Eric von Rosen, Fries y Eric Boman.

El arqueólogo y montañista Christian Vitry publicó en 1996: El Tussle ha conservado con escasa variación el nombre, hoy es conocido como Tuzgle y en aquella expedición aunque Rosen no especifica la ascensión al Tuzgle, sí hace mención a los trabajos realizados en él en los siguientes términos: “Al llegar al volcán apagado, Fries reunió una colección de plantas, mientras Boman buscaba objetos arqueológicos”. En 1916 Eric von Rosen publica la obra “En förgangen värld” (Un mundo que se va) y en el capítulo VII titulado “Vida de los expedicionarios en la Puna de Jujuy” … hace mención  a la exploración y ascenso de los cerros Tussle (Tuzgle), Incachule y Órgano.



"Allá vamos"

El 30 de marzo amanecimos cuando aún las estrellas parecían que estaban al alcance de la mano. Partimos en la camioneta dispuestos a recorrer por la ruta 40 alrededor de una hora y media. Pasamos por abajo del imponente Viaducto Ferroviario La Polvorilla, esa maravilla del ingenio del hombre.

Unos minutos más tarde apareció a lo lejos la cumbre del Tuzgle. Cada vez más cerca, nuestros corazones comenzaron a latir de un modo diferente y no fue precisamente por la falta de oxígeno.

Dejamos la ruta principal, de ripio y en buen estado, para entrar por un camino sinuoso y en dirección al volcán. A ritmo lento llegamos con la camioneta hasta los 4.000 msnm y nos acomodamos las mochilas bajo los primeros rayos el sol. Eran las 8.30. Hacía frío.

El ascenso fue en gran parte por una senda bien marcada que alguna vez fue un camino recorrido por vehículos, ya que a los 4.500 msnm hay una mina de azufre abandonada, en donde almorzamos, acompañados por su característico olor. Aún había sol.

Alrededor de las 13, las que eran unas incipientes nubes trocaron en negros nubarrones que aparecieron acompañados por viento. La cumbre que estaba ante nuestros ojos se cubrió y nos abrazó la niebla. Y aparecieron ellos, los truenos. De todos modos, nos dispusimos a llegar a la boca del volcán aunque más atentos al cambio en las condiciones del tiempo.

Cuando faltaban 400 metros para lograrlo nos cubrió una tormenta de granizo y los truenos eran cada vez más fuertes. Nos abrigamos más y apenas arrancamos para hacer el ataque a la cumbre la nieve nos dio la bienvenida. Nos miramos, dudamos unos segundos y sin decirnos nada, continuamos.

Cuando el reloj marcó las 15.15 pusimos nuestros pies sobre el cráter del Tuzgle, en medio de una persistente nevada. Los copos desaparecían apenas tocaban el suelo, era la evidencia de que tenía unos grados más y de que el volcán estaba vivo. En ese momento es poco conveniente imaginar qué pasaría si decidiera despertarse de su largo sueño.

Nos abrazamos, sonreímos, lloramos, nos sacamos fotos y con las miradas prometimos ir por más. Por más montañas. Sólo lamentamos no poder disfrutar de la vista que se tiene desde ese lugar. Igual, nadie nos quitará lo disfrutado, lo prometido a nosotros mismos, lo alcanzado.

"¡La puta que vale la pena estar vivo!". (Así gritó el jubilado que interpretaba Héctor Alterio en el film Caballos salvajes, de Marcelo Piñeyro, en 1995)






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