23 mayo 2012

Monte, senda, verde y barro: así también disfruto de Tucumán


Domingo 20 de mayo, a las 10. 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1... Otra carrera de aventura, esta vez, de Eco Aconquija. La cuenta regresiva entre todos es una tradición. Comienzo a trotar, lento, desde la plaza central de Lules, sí, la ciudad que se hizo conocida por su famosa chacarera "Quebrada...", la que asegura que allí "el pobre se divierte bajo los cerros azules..."


Esta vez, el cielo estuvo gris, aunque sin lluvia, pero de vez en cuando se colaba algún débil rayo de sol. Tres kilómetros por una ruta hasta el monte, el corazón late con fuerza. Son muchos los corazones que
quieren salir de los pechos, entusiasmados y con la adrenalina a flor de piel. Los corredores más fuertes, los que compiten para ganar, hace rato que se fueron adelante. El resto, comenzaremos a fundirnos con el monte unos minutos más tarde.

Antes de la primera hora, el primer cruce de río. El agua está fría, muy fría, aunque agradezco que la profundidad apenas alcance unos centímetros más arriba de mis rodillas que, a esa hora, ya presagiaban el esfuerzo y se preparaban. Ahí nomás, a trepar, cerro arriba. Sendero angosto y barro, piedras lajas. Verde, mucho verde, pura selva tucumana y de la buena, de las yungas. En donde pareciera que hasta al aire le cuesta pasar.

Subimos, seguimos subiendo. Trepo a gusto, y cómodo. Me adapto a las sendas con rapidez. Siento mi respiración tranquila, esforzada, más no cansada, como la de algunos atletas a los que ya superé. Me acerco a la primera hora, troto y pienso: "la consigna es mantener el ritmo y poder ver qué pasa a mi alrededor, que el paisaje se quede en mí. No sólo debe ser una carrera que, en definitiva, es la excusa. Quiero monte y estoy en el monte, es eso. De eso se trata, de disfrutarlo, aún en el esfuerzo".

Sorpresa. Frente a mí aparecen unas escaleras, mientras continúo pasando a colegas corredores. Ya casi me había olvidado de ellas, son el preludio del túnel. Ese que alguna vez fue una monumental obra del hombre, que atraviesa la montaña. Aún admira, aunque su falta de uso no deja de sorprender por la usina que nunca fue, o lo fue por breve tiempo, hasta que una feroz tormenta pudo con ella.

Ingreso al túnel. Prendo mi linterna, introduzco mis pies en el agua, que tapa mis tobillos, y me animo a correr, primero con algo de desconfianza. Dos minutos más tarde, en medio de la oscuridad, sólo con mi luz, troto con entusiasmo, mientras me acompaña el sonido de mis pies en el agua. Me concentro, aunque aquí no hace falta enfocarse demasiado, no hay nada en qué distraerse. Si apagara mi luz no podría ver ni mis manos, aunque las tuviera a centímetros de los ojos. Son cuatro kilómetros así, bajo la tierra, en los pulmones del cerro, en sus entrañas. Y si aquí se terminara todo... No es para tanto, che, me digo. Y sigo corriendo.

Luego de un rato, después de lo que intuyo fue una curva, aparece una pequeña, pequeñísima luz a lo lejos. Me acerco y me entusiasmo. Sí, es la salida, la boca del túnel. Pequeña. A la que debo trepar por una escalera, cuyos escalones emergen del hormigón. Salgo y lo primero que hago es hinchar los pulmones con aire fresco. Otra vez a la senda.

Más barro, más verde, más subida. Abajo, como a 100 metros, el río abre al cerro. Estoy en medio de la quebrada. Inmensa, fresca y tibia, acogedora y desafiante. Todo eso. No me detengo y lentamente el río se acerca. En minutos ya está a metros de mi, casi troto a su lado. Hasta que de pronto, el monte se abre y aparece el sol, casi en simultáneo. Lo disfruto, tanto como a mi primer trago del fresco y dulce, muy dulce, gel nutritivo. A reponer fuerzas. No paro.

La senda le apunta ahora al río y en medio de verdes y gigantes hojas de un arbusto que no reconozco, aparece un puente colgante, mitad cables, mitad maderas y chapas. Maltrecho pero aún en uso. Debió haber sido una maravilla en su inauguración, allá por los '40 0 '50. Lo cruzo, mientras se balancea. Son 40 metros, nada. Lo disfruto. Salgo, troto y en menos de cinco minutos llego a la mitad de la carrera. Estoy en Potrero de las Tablas, a pleno sol. Me recibe la gentil mano de un asistente con una banana lista para engullir en segundos. Mi familia lo sabe. Mi cabidad bucal aún les sorprende. La fruta desaparece así, en segundos. Registran mi número, el capicúa 242, tomo agua y a volver. Pura bajada controlada, aún queda mucho y ya van casi dos horas.

Me zambullo en el verde, otra vez el puente, el barro, el monte y de nuevo al túnel. Enciendo la linterna y me pongo en piloto automático. Las piernas han comenzado a sentir el esfuerzo, no quiero parar, no debo, pienso. Puedo más. Si lo hago habrán sido al pedo las horas de entrenamiento que, dicho sea, también disfruto. Siento mi respiración, está tranquila, me sobra el aire en medio de esa oscuridad. Otra vez me acompaña el sonido de las zapatillas abriendo el agua, a cada paso.

Salgo del túnel contento, bajo las escaleras y siento mi cuerpo liviano. Por alguna extraña razón, mientras sigo pasando atletas, que muestran señales de cansancio, disfruto del descenso, pese a que debo hacerlo con los cinco sentidos alertas por las piedras húmedas. Un mal paso podría costarme un flor de golpe. Así, llego otra vez al río que crucé a poco de comenzar la carrera. El agua helada es un bálsamo para los pies maltratados por los pequeños y constantes golpes.

No paro. Llego al pavimento del arranque. Son tres kilómetros, dicen, pero parecen más. No me gustra trotar sobre el pavimento pero no hay chances. Busco un ritmo, me mentalizo y me digo, "paso a paso", como decía "Mostaza" Merlo, el que sacó campeón a Racing, el club que me hace sufrir cada domingo. Paso a paso, creo que falta menos cuando aumenta el número de casas y observo que estoy en un barrio de las afueras de Lules. Ya falta poco.

Cuando calculo que estoy a menos de un kilómetro, me pruebo. Me apuro, no me cuesta. Un paso a nivel y un paseo pequeño me anuncian que estoy muy cerca. Doblo en una esquina y veo la plaza de Lules, oigo la música de la llegada y me entusiasmo, me apuro un poco más. Me pongo las pilas. Levanto la mirada e ingreso a la recta final. Sostengo el ritmo, con dignidad, y llego feliz a la meta, y a los brazos de mi amada, que me espera... Otra carrera que disfruté, me digo en ese instante. No vale la pena: "vale la alegría de sentirme vivo".

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