04 marzo 2017

El afilador ambulante, un oficio que sobrevive a tanta tecnología



Sábado a la mañana. El barrio duerme pero a lo lejos un agudo sonido me traslada en un abrir y cerrar de ojos a la niñez. Lo reconozco. Se acerca. Salgo a la vereda con la certeza de saber de qué se trata y lo confirmo. Es un afilador, en su bicicleta.

Apuro un silbido, gira, me mira, sonríe y se acerca. Siempre me llamó la atención este oficio y cuando era niño envidiaba la habilidad con la que el afilador movía sus manos sobre la piedra para devolverle a los cuchillos la precisión de un bisturí. Hoy, en tiempos de tanta tenología, me despierta mucho más interés

Cuando lo tuve frente a mí le pregunté su nombre y de donde venía. Se llama Ramón Velárdez y llegó hasta mi barrio tras pedalear 70 cuadras. Le muestro tres cuchillos, los toma, analiza el metal y le
pone precio a su trabajo. Tras una breve negociación, comienza.

Mientras lo hace y para su sorpresa, le hago varias preguntas. Los secretos del oficio aún me llaman mucho la atención y aúnque no es la primera vez que dialogo con uno de ellos, siempre aprendo algo más en esas charlas.

Ramón me cuenta cuánto le costó convertir su bicicleta común en una de afilador. No hubiera sido posible sin la ayuda de un habilidoso herrero amigo que se dio maña y le hizo precio. En esencia, es casi la misma bicicleta que utilizaban los afiladores ambulantes en el siglo XIX, en España. De ellos, sobreviven pinturas que los inmortalizaron.

Me revela que aprendió este trabajo hace 15 años de ver en su barrio a un hombre mucho mayor que él. Se acercó, se ganó su confianza y le contó los secretos. "No cualquiera hace esto, hay que tener entrenado el pulso para sacar el filo justo y para evitar los lastimados", me cuenta.

"Otra cosa que es importante es agarrar el cuchillo y ver en qué material está hecho. La presión sobre la piedra dependerá de eso, porque si uno se pasa puede dañar el material y el filo no será bueno. Esto es algo que se aprende con los años y muchos kilómetros sobre la bicicleta", me dice, y sonríe.

Cuando le pregunto si puede vivir y mantener a su familia con este oficio, Ramón no lo duda. "Claro que sí, hay días muy buenos, buenos, malos y muy malos. El secreto es hacer bien el trabajo porque así me recomendarán. Un día de los buenos es cuando me llaman de alguna carnicería o de algún restaurante o confitería. Igual, tengo que saber administrar los pesos que junto para las malas épocas", afirma con orgullo.

Le pregunto si se animaría a cambiar de trabajo por algo más seguro y menos expuesto al calor, a la lluvia y al frío. "Siempre lo pensé y con esa idea comencé pero ya llevo 15 años en esto y soy feliz. Hasta me compré una moto en la que cargo mi bicicleta de afilador cuando tengo que ir a algún lugar que está muy lejos. Dejo la moto en un negocio o en la casa d eun vecino y recorro el barrio sobre la bici", afirma.

Sin embargo, esgrime otro argumento que lo tiene atado al oficio. "Yo soy mi jefe y me siento libre. No me imagino recibiendo órdenes de alguien; además, con esto conozco a mucha gente", me confiesa.

Ramón, afilador, un oficio en extinción pero que en Tucumán aún sobrevive. Si hacés silencio por las mañanas podrás oír el agudo sonido de su silbato con el que ofrece sus servicios y volverás a tu niñez.


Una publicación compartida de David Correa (@soydavidcorrea) el

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