La tradicional mirada de la militancia sostiene que necesariamente los partidos políticos requieren de cuadros para su crecimiento y fortalecimiento. “Cuadro” entendido en términos de alguien que está comprometido las 24 horas del día en la acción política cuya acción, además, está sostenida por un sólido conocimiento teórico de la doctrina, del dogma.
En ellos, especialmente en quienes se reconocen con fuertes raíces en el peronismo, adquiere una significativa importancia el legado (o los legados) que dejaron Perón y Evita, como ineludibles referentes de un movimiento lleno de contradicciones pero que tuvo como característica esencial su compromiso con las clases más populares, que se tradujeron en el nacimiento de la clase media argentina, el sensible mejoramiento de las leyes de protección obrera (social y provisional), la mejor distribución de la riqueza. A estas medidas se sumaron las medidas de corte nacionalista en materia de protección del patrimonio argentino. Y mucho más.
Todo esto constituye un anclaje de fuerte valor para quienes, menemismo mediante, aún continúan identificándose con la iconografía y la liturgia peronista. Frente a ello, cuál es el espacio que adquiere ese legado como motor de la acción política? En cuánto se siente identificado un joven militante nacido en los 80 con ese legado, si sus referentes fueron Luder, Herminio, los Saadi, los Manzano, Menem y Cía?. Es más, lo más cercano a ese legado estuvo fuera del pejotismo tradicional: Chacho Alvarez, Germán Abdala, Luis Brunatti, Pino Solanas. Cierto es que en el universo de referentes nacionales y provinciales hubo algunas excepciones que se quedaron dentro del PJ, pero no es menos cierto que en nada influyeron en quienes tuvieron a su cargo la conducción.
Las transformaciones que vivió nuestra sociedad en la última década han calado tan hondo que hasta modificaron el horizonte sobre el que se debe hacer política. El modelo de “cuadro” debe hoy mutar hacia un concepto mucho más flexible, de redondeles. Capaz de dejar de lado el supuesto legado, bastardeado hasta el hartazgo, para construir algo nuevo, en un escenario donde aún suena con mucha fuerza el “que se vayan todos” de los días 19 y 20 de diciembre del 2001.
Ese legado debe girar hacia un concepto más dinámico, sin que ese anclaje impida la aceptación de un nuevo modo de diálogo con las nuevas generaciones de militantes que atraídas por el desafío de la militancia, están muy lejos de reconocerse en esa historia, de la que obviamente también son hijos. No se trata de hacer negación de ese pasado, que aún despierta polémicas y dolores. Sí, en cambio, de reconocer que el paradigma y los dogmas tradicionales son obsoletos.
En quienes tenemos esa llama que nos lleva inevitable e inexorablemente a la acción política, desde distintos lugares y funciones, anida la responsabilidad de saber leer lo que nuestra sociedad hoy pretende de quienes la representan. No desde de un carácter demagógico, sino desde la inteligencia que permitirá construir puentes. Acercar la política a la gente.
Enriquecer la militancia con experiencias cotidianas, con el nervio atento a las señales que a diario da la sociedad –acompañada en muchas ocasiones por reclamos que, es cierto, a veces molestan- es el desafío. Esto reivindicará el carácter transformador del proceso y la actividad orientada ideológicamente hacia la toma de decisiones de un grupo para conseguir sus objetivos: la Política.
En tiempos actuales, turbios y de incertidumbre, pero también lleno de esperanzas frente a un Presidente de la Nación que está demostrando que quiere romper los lazos con lo peor de la política -sin hacer negación del pasado- Generación K debe ser la herramienta para el nacimiento de lo nuevo. O no será nada, sólo un tibio intento.
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